Mi abuela murió el ocho de marzo. No deja de ser significativo que una vida dedicada a los cuidados termine en la fecha de su reivindicación.
He tenido la suerte de disfrutar de mi abuela durante muchos años. Empecemos por ahí. Se fue mayor y enferma, alargando su vida más de lo que parecía posible tras un diagnóstico de cáncer. No puedo pedir más. Sin embargo, como para muchos, mi abuela era mi abuela, es decir, nuestra relación era fuerte y estrecha.
El problema con los abuelos —más que con cualquier otro familiar— es que reducimos su identidad al vínculo consanguíneo. Los definimos por su relación con nosotros, y con suerte, los incorporamos como una prolongación de nuestra propia historia. Intentaré huir de esto.
Mi abuela tuvo cinco hijos. Era hija de mi bisabuela Celia, a quien tuve la suerte de conocer hasta los doce años. Emigró a Venezuela con mi abuelo, como tantos otros, en busca de un futuro mejor. Trabajó de cocinera en una casa, así que podría decirse que su vida profesional y personal estuvo dedicada al cuidado de los demás. Volvió a Galicia con la esperanza de construir una vida digna.
Se quedó viuda joven: mi abuelo murió cuando mi madre tenía trece años. Le tocó entonces capitanear sola una familia numerosa. Se sacó el carné de conducir y siguió adelante, como con todo.
Hablar de mi abuela es complicado, porque es hablar de mí, de mi familia, de los vínculos complejos que nos unen y nos separan. De niños damos por sentados a los abuelos; nos acostumbramos a su cariño, a sus mimos, a su generosidad. Luego, en algún punto entre el final de la adolescencia y la veintena, entendemos que son más que los progenitores de nuestros padres. Son personas. Parece obvio, pero no lo es tanto.
Para mi abuela, cuidar era la forma principal de demostrar amor: estar pendiente, preparar un plato de comida que sabía que te encantaba, tener en casa alguna chuchería para que picoteases. El amor se medía por lo lleno que tuvieras el estómago. Se tomaba casi como una ofensa que rechazáramos sus compras, que intentáramos frenarla cuando insistía en que repitiéramos ración, que nos negáramos a acompañar el café con una galletita. La abundancia desmedida como termómetro del afecto.
Decía que no le gustaban los cotilleos de la tele, pero se los veía todos. El nuevo Telecinco le fastidió esto, pero en su época dorada nos permitía sentarnos juntas en el sofá, mientras ella me ponía al día de los conflictos que seguía. Entre gritos, saturación de color y lloros, iba tildando a cada personaje de más imbécil que el anterior. Cuando no estábamos juntas y hablábamos por teléfono, le pedía un reporte: qué pasaba en Sálvame, si había algún cotilleo interesante, cómo había terminado lo último que habíamos visto. Siempre respondía con un “Bah, eso é unha trapallada todo”, pero acto seguido se explayaba en detalles, espolvoreaba algún juicio mordaz y, al reírme, ella se reía todavía más. Me la imaginaba al otro lado de la línea, apartándose con las manos las lágrimas que se le escapaban de tanto reír. Siempre fue de lágrima fácil cuando algo le hacía gracia.
Mi abuela era bautizadora. Todo el que conocía tenía un mote o título. Era rápida, irónica sin pretenderlo, con cierta lengua viperina que solo mostraba a quien tenía confianza. Eso sí, no querías caerle mal: era capaz de encontrar defectos hasta en la manera de respirar de alguien.
Uno de los mayores actos de amor que podía hacer por ella era interesarme en su cocina. Aprender sus recetas a ollo, sin medidas exactas y con variaciones minúsculas que, según ella, cambiaban el plato por completo. A veces nos desesperábamos tratando de descifrar una receta que parecía distinta cada día.
Por poner un ejemplo, cuando hacía roscas, el recital era este:
—Seis huevos, pero eu bótolle sete.
—Entón serán sete.
—Non, seis, pero eu bótolle sete.
A mi abuela le gustaba recordar anécdotas. En sus últimos años, cuando la llamaba, muchas veces no tenía ganas de hablar. Pero si tocaba un tema que sabía que le hacía gracia, se encendía de nuevo.
Se me hace extraño no marcar su número a media mañana mientras me tomo un café. Solía iniciar la conversación con la cafetera recién hecha, repitiendo su frase: “Vou tomar un cafeciño, que hai que tomar moito líquido”. Ahora, cuando hablo con mi madre, seguimos diciendo lo mismo.
Mi abuela perdurará en sus frases, que se han colado en mi día a día casi sin darme cuenta. En la forma en que limpio los cristales de las gafas, con generosos chorretones de limpiacristales y papel de cocina, como ella me enseñó de niña. En cada olla de albóndigas que prepare con paciencia y mucho tiempo. En la bica y en las filloas. En verano, cuando me pongo su blusa blanca. En el sello que me dejó y que sigo usando. En su casa, en la aldea.
Buena parte de mis recuerdos la tienen a ella en pie, en movimiento. Una vida dedicada a cocinar, cortar, limpiar, fregar, cuidar la huerta, recoger ropa, doblar, planchar. Cuando terminaba una tarea, buscaba otra. La idea de descanso solo existía por la noche, en su cama, con la televisión encendida. La inercia del trabajo continuo, que no supo frenar hasta que el cuerpo la obligó.
Que se haya ido un ocho de marzo me recuerda cuántas veces dijo que los hombres eran inútiles sin mujeres, cuántas veces se enfadaba ante la incompetencia de cualquier presencia masculina. Puedo oír su voz criticona, su risa malvada, su vocación de metiche.
No quiero un recuerdo entrañable y bucólico de mi abuela. Esa parte existe, claro. Pero prefiero pensar que Rosita se fue en un día de pelea, de cabreo. En un día de no rendirse nunca.
Que se fue tal y como vivió.
un abrazo al corazón ❤️🩹
Lo tenía guardado pero estaba esperando el momento adecuado para leerlo, y me ha encantado 🩷 te abrazo, y además también tuve una pérdida grande el 8 de marzo de hace unos años, y me gusta tu idea de que se marchó en un día reivindicativo