La gula va más allá del disfrute. Celebramos al libre, al desatado de restricciones, al que prueba, saborea, al que hace zoom en la comida, aprecia las texturas, lo pringoso, la recreación y los sonidos guturales del que come... Hasta que se pasa. Aquí está la gula. Va de la mano con la vergüenza, con el futuro castigo cósmico o autoinfligido, con la monstruosidad del comer, con no saber cerrar la boca, con tragar y tragar sin sentido.
En El celo, de Sabina Urraca, la Humana engulle. Engulle por todo lo que le sucede, por lo que no sabe expresar. Engulle para olvidar, para deshacerse del pasado, para comerse el ansia que trepa por ella y que no sabe explicar. Las combinaciones son horribles: arroz con Nocilla, mantecados y galletas, bocadillo de arroz… He visto mucho de mi vida en los atracones de la Humana. Una voracidad que busca acallar los tormentos, un engullir desesperado que intenta deshacerse de todo lo que está mal en la vida.
Yo me he atiborrado en muchas, muchísimas ocasiones. Más allá del obvio TCA, mi glotonería ha sido un gran dolor de cabeza. He corrido a la despensa a consolarme más veces de las que puedo recordar. Mezclas imposibles como las de la Humana: pasar del dulce al salado y volver al dulce sin ningún sentido. Pero no solo ingiero comida como si no hubiera un mañana. Esa gula maldita ha proliferado en más aspectos de mi vida: el consumo obsesivo de imágenes ajenas, la absorción de píxeles de otros, la lectura compulsiva de consejos en busca de ayuda desesperada, la fijación por el cuerpo propio y de otros, el atragantamiento con conversaciones pasadas, la roedura de vidas pasadas, el estudio minucioso de personajes que me fascinan online… La gula no se limita únicamente al alimento, a esa visión reduccionista del comer por comer. La gula está viva y, cuando despierta, consume todo lo que genera inseguridad, lo que ofrece escapismo, lo que promete un descanso.
Pienso en cuando somos pequeñas y conocemos a nuestras primeras mejores amigas. Esa ansiedad por saberlo todo de ellas, por adivinar sus pensamientos antes de que los formulen, por disolverse en la otra hasta ser un solo ente. Os miráis como a un espejo, lo compartís todo, habláis un lenguaje propio. Este idioma, estas ganas de ser la amiga perfecta, se vuelven voraces hasta el punto de que podrías comértela. Guardarla dentro de tu barriga con la promesa de que, así sí, siempre estaréis juntas.
La gula habla de más cosas. Busca un sentido de pertenencia y unas ganas desesperadas de vivir. Miedo a que el tiempo se deslice entre los dedos y luego ya no quede nada. De ahí la glotonería: la mentalidad del que tiene que aprovecharlo todo antes de que se lo roben, de que se escape o de que se despierte del sueño. El que experimenta este apetito insaciable sabe que, en el momento exacto, todo puede ser perfecto. Un éxtasis te sacude como una ménade. La enajenación se apodera de ti y, por un instante, todo tiene sentido. ¡Esperen! ¡Ahora sí, ahora lo entiendo todo!
Pero la gula no tiene una buena foto. La gula luce encorvada sobre sí misma, agazapada, rebuscando hasta encontrar el objeto de deseo que meter en el gaznate. Se la pilla desprevenida, es una imagen un tanto angustiosa: la boca manchada, los chorretones cayendo por las comisuras, aterrizando en una sudadera con agujeros. La gula está bañada por la luz fría de la nevera, un foco protagonista e inquisidor en la oscuridad de la cocina a las dos de la mañana. Así es la gula: impulsiva, visceral y agresiva. Tiene algo en común con los roedores; planea con esas manos garras, las mismas que sostienen el móvil y se hacen un selfie como si no pasara nada. Rebusca entre desperdicios, meticulosa. No sabe cuándo parar, no entiende de límites, de quedar bien.
La gula es una versión de ti mismo encerrada, una domesticación obligatoria para mantener una presencia social aceptable. Sin embargo, cuando el mundo me supera, cuando me consume la rabia, el afán cotilla o el hambre, trataré de engullir todo lo que se me ponga por delante. Limitarla a la comida sería demasiado simple: me atiborro de todo lo que quiero ser, de todo lo que quiero que forme parte de mí.
Siempre asociada con el perezoso y el autocomplaciente –y no digo que, al menos en mi caso, no lo sea también–, quiero pensar que la gula es más compleja. Es una energía desmedida, mal canalizada. Contiene lo mejor y lo peor y, con un poco de suerte, entenderla evitará el desmadre y la vergüenza para, simplemente, ser.
A este texto le acompaña muy bien la escena liderada por Matilda y un porrón de niños gritando "Bruce!! Bruce!! Bruce!!". Disfruta la tarta, todo se termina digiriendo 🍫